Corrían los tiempos de la Inquisición y su temible brazo castigador conseguía vadear las aguas del Atlántico sin perder nada de su lava destructora, cuando la mujer más hermosa a la que accediera mirada humana se presentó bajo el nombre de Tatuana.
Apenas transcurridos unos meses, y sin que tampoco nadie pudiera explicar de dónde salieran los dineros, montó casa. Y era casa de postín y mucha juerga por la que no hubo hombre maduro ni joven que no se dejara caer , cuando menos, alguna nochecita.
El tiempo pasaba y los adoquines se embriagaban noche y día de chillones atuendos coronados por generosos escotes.
Todos sabían y callaban, hasta que llegó el día en que la Tatuana celebraba fiesta de aniversario de la feliz inauguración de su casa cuando con mandado de la Inquisición vinieron a buscarla y a prenderla.
“Y de qué se me acusa” quiso saber. La respuesta sólo llegó tras varios días de encierro al conducirla ante el Tribunal . Se le acusaba de bruja por haber hechizado a todos los hombre s de la localidad, amén de muchos extranjeros de paso.
No tuvo defensa ni tortura pues la condena fue inmediata: moriría quemada viva.
La Tatuana, aún espléndidamente ataviada de fiesta en la víspera de su ajusticiamiento, miró desde lo más profundo de sus negros ojos a los de su carcelero y le rogó que le concediera un último deseo: un carbón para dibujar.
Por la mañana vinieron a buscarla para conducirla hasta la pira. En
uno de los muros, con trazo firme y algo infantil, se veía navegando y
alejándose un velero como el que decían que la había traído alas costas
de América, el catre aún caliente y la celda vacía.
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